lunes, 25 de marzo de 2024

Siete cartulinas, siete votos, siete palabras

 Así, creciente, era el viento esa mañana, cuando salía con la bici y un buen anorak con capucha por si empezaban a escupir las nubes enloquecidas que bailaban por el cielo.

Pero no llovió, y el viento llenó por un rato todo mi pensamiento. O lo vació. O lo limpió. Hasta tal punto que llegué a concebir la esperanza de que hubiera solucionado la colonización que la política había hecho de mi cerebro desde aquel día nefasto en el que empezó el baile de las mentiras.

Debo autofelicitarme

Pero, oh, vana ilusión, fue llegar de vuelta a casa y recibir otro baño de estupefacción: alguien se autofelicitaba y declaraba convertido en referente mundial y motivo de dicha para la humanidad ese texto, titulado ley -porque obligará a cumplirlo a los que sigan siendo súbditos y a los jueces malos; los redactores, los jueces buenos y los que apoyen a Amado Líder estarán exentos, como se ha hecho costumbre-, que establece que las demás leyes eran chungas, los jueces eran prevaricadores, el Estado que hasta julio creíamos y declarábamos democrático era opresor, y la mitad de los ciudadanos éramos idiotas odiadores; y, por esa razón, a partir de ahora los seráficos separatistas podrán volver a retomar su proceso de declaración unilateral de independencia sin molestas intromisiones ni opiniones en contra que solo pretenden desestabilizar. Para que te empapes (So there!, lo traduce el diccionario Collins: I was invested president and you weren't, so there!).

Y así ando, empapada de perplejidad y desánimo, pedaleando porque algo hay que hacer en la vida; dando clases a chavales inmigrantes para ayudarles a encajar mejor en un sistema educativo distinto del de sus países, porque, del algo que hay que hacer en la vida, ser útil es de lo más importante; cantando en mi coro de siempre porque la música es el lenguaje más universal de la concordia, y, del algo que hay que hacer en la vida, quererse unos a otros es lo más importante. Pero de todas estas cosas es como si hubiera desaparecido la luz que las iluminaba y las hacía alegres y estimulantes; como si se hubiera expandido la sombra de Mordor por la tierra media anegándola de mentira.

Siete cartulinas para una torre

Aunque, de vez en cuando, alguna luz surge donde menos se la espera. Me ocurrió ayer, viendo fotos de hace años, con un grupo de compañeros de trabajo en un curso de habilidades directivas y técnicas de negociación, en el que me vi metida por el flagrante delito de haber permanecido muchos años en un empleo, empleando en ello, y valga la redundancia, todos mis talentos y experiencia -bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor-.

Pues érase que uno de los juegos interactivos para adiestrarnos en la habilidad de dirigir equipos era competir en pequeños grupos para edificar la torre más alta posible, que no se cayera, con siete cartulinas -y solo con eso- que nos habían proporcionado a cada equipo. El tiempo era escaso y puntuaba mucho la rapidez. Hubo todo tipo de intentos ingeniosos -la que más me gustó era como un castillo de naipes gigantes Algo así:

Pero la rapidez contaba tanto, tanto, tanto... que la torre ganadora fue esta:

Torre ganadora. Altura aproximada de 1,4 milímetros.

Recuerdo nítidamente mi reacción de aquel momento, cual anticipada del movimiento de los Indignados, protestando en nombre de la "verdad" -¿o de la realidad?-. "¡Válgame el cielo! -o algo equivalente pero más barriobajero, bramaba yo, indignadísima de encontrarme participando en esa pamemada en lugar de estar dedicando el fin de semana a la crianza de mis hijos pequeños-, ¿¡qué tiene que ver esta tomadura de pelo con una torre!?". Y me contestaron, con toda razón, que había que saber valorar el baremo exacto de los puntos que se adjudicaban a cada cualidad de la torre -en esta, la puntuación de la rapidez era tan desmesurada que cualquier otra característica no contaba en absoluto-, para así tomar la decisión adecuada y eficaz.

En el curso de habilidades directivas y técnicas de negociación.

Siete votos para una ley

Y así, contemplando la similitud, casi identidad, de esas fotos con otras recientes de un equipo más famoso que el de mis compañeros -autodefinido ¡equipazo! por uno de sus participantes-, tomadas en un encuentro bucólico cerca de la Escuela de Traductores de Alfonso X el Sabio, es como he llegado a comprender la autofelicitación de ese pionero de la pacificación, inclusión e integración nacional. Esa reunión de nuestro Gobierno habría sido como un curso de habilidades directivas y técnicas de negociación -nivel avanzado, of course- donde todos ellos interiorizaron a la perfección que la única característica que contaba para hacer la mejor proposición de ley que los siglos puedan contemplar era conservar los siete apoyos de Waterloo necesarios para que Amado Líder siga siendo la reserva espiritual de Occidente contra el fascismo. Así que sería un error de directiva novata, esencialista del lenguaje conceptual, juzgarla por su parecido con lo que hasta el 23J entendíamos por ley.

Siete palabras para una vida

El sábado por la mañana volvía a hacer mucho viento, y yo pedaleaba contra él hacia la calle Cadenas de San Gregorio, donde íbamos a ensayar junto a la Coral Vallisoletana, que está celebrando su Centenario y que nos ha invitado a participar con ellos en el Concierto de las Siete Palabras de Medina de Rioseco.

Un Dodge Dart de 1971 no se ve todos los días en mi barrio.

A la vuelta del ensayo, el impulso del viento a favor, que me llevaba casi en volandas, se unía a la euforia de haber cantado una pieza musical tanemocionante como esa de Théodore Dubois, con unos solistas y un pianista maravillosos que agrandaban la emoción de la música. Parecía que la vida volvía a recobrar su color: brillaba la felicidad en las familias ciclistas que me cruzaba por el carril; en mi barrio me encontraba con un coche antiguo rutilante que ponía el sabor de la historia en la prosaica calzada de todos los días; yo me iba de vacaciones para el sur... Sin embargo, no lograba olvidarme del contraste que creábamos toda la masa coral, más de sesenta voces haciendo el papel de la muchedumbre enardecida por los fariseos -los influencers y creadores de relatos de entonces-, pidiendo la condena y muerte de un hombre -el tenor y el barítono se turnaban el papel de Jesús- cuyo único delito había sido personificar la realidad de la verdad, el amor y el perdón.

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Sin sombra y con la leña apilada

Qué triste estaba la mañana convaleciente de la sobredosis de cainismo del debate de investidura. Y qué triste estaba mi corazón después de ese esfuerzo inútil (contemplar la votación, como si en la mirada de cada diputado se pudieran atisbar las posibilidades de ese entendimiento y diálogo que tanto más se desmiente cuanto más se pregona), que, como todo esfuerzo inútil, conduce a la melancolía -ya lo dijo Ortega y Gasset-. Inútil porque si algo ha quedado claro en algunas intervenciones es que lo único importante es señalar al otro como "el malo absoluto", aquel con el que no se debe dialogar, sino solo expulsarlo a las tinieblas exteriores.

Aun así, todavía hice un último acopio de ánimo, y, aprovechando que hoy no me tocaba preparar la comida, me arranqué del sofá, me puse el casco y las playeras y me di el primer impulso con el pie derecho en el pedal. Respondió el pie izquierdo a su pedal correspondiente y así seguí, medio sonámbula, sobre el asfalto que abducía mi mirada ausente, perdida todavía en la tribuna, los escaños y el racimo de fotógrafos en los pasillos laterales.

¿Dónde estaban hoy los aromas de todos esos árboles y flores que otros días me saludan desde los jardines cuidados o desde los ribazos asalvajados que a ratos bordean la acera y el carril bici de mis andanzas? Únicamente un sol sofocante y de bochorno me acompañaba en el camino, así que instintivamente la bici dirigió mis pasos hacia el parque de Villa de Prado, recordando el frescor que a la hora del almuerzo encontraba en sus sombras hace tres años, cuando nos incorporamos al trabajo presencial después del confinamiento y no nos atrevíamos a almorzar en la cafetería.

Pero, ¡ay!, allí donde entonces encontraba un rincón de descanso y de placer en la lectura, hoy solo estaba un escaso recuerdo de sombra raquítica que no llegaba a refrescar, así que emprendí el regreso al olvido que me esperaba en casa, en el libro Unto a good land, acompañando por el cauce del Misisipi a la familia de emigrantes suecos que en 1850 salieron de su tierra buscando un sitio donde superar la pobreza a la que estaban abocados.

Y nada más arrancar, a pocos pasos del banco de la poca sombra, me encontré con la imagen exacta del calor enfermizo que sentía y de la falta de aire para respirar: allí estaban las ramas de la poda apiladas para leña. Es verdad que solo quedaba uno de los troncos gordos, porque los demás se habían llevado al hemiciclo para alimentar la hoguera del rencor. Precisamente desde aquí, desde Valladolid.

miércoles, 12 de julio de 2023

Saudade de ti

"Escribe, escribe, escribe", me dijeron las nubes (y así hasta quince plumas, idénticas a la que tengo en el ático y a la que empuña el pitufo de mi escritorio). No había manera: yo, sin tiempo ni pensamiento, con los días resbalando por encima del casco de la bici, que no sabía yo que tanta aerodinámica hiciera escurrirse las ideas a la velocidad del viento.

 




 

Pero bastó que el calendario marcase la jornada de reflexión para que se parase el viento del norte, justo un poquito antes de que Carlos Aller y Cecilia Bartolino estrenaran en la plaza de Portugalete su espectáculo Saudade de ti. Al que, por cierto, llegaba yo partiéndome de risa porque un momento antes, al torcer de la Fuente Dorada hacia la Bajada de la Libertad, había una pareja de actores callejeros, disfrazados de municipales antiguos, que iban pitando y parando a los coches y diciéndoles alguna tontería cuando bajaban la ventanilla. En ello estaban cuando vieron una bici -la mía-, con una señora pedaleando animosa, y les pareció mejor baza para su numerito, así que vinieron corriendo, sacaron sendos abanicos de sus bolsillos y se pusieron a correr junto a mí, uno a cada lado, abanicándome y preguntándome solícitos: Va bene, signora? Va bene? Luego me enteré de que eran "Le Muscle", en plena representación de La patrulla, donde yo había debutado como extra involuntaria.

Subida, como otras siete personas, a la torreta de ventilación del parking subterráneo de la plaza de Portugalete, pude salvar el ángulo suficiente por encima de las cabezas de las cinco o seis filas de espectadores que habían llegado antes, y así disfrutar de la danza con la que Aller y Bartolino nos hechizaron hasta hacernos olvidar el sol de bochorno de esa mañana de sábado víspera de las elecciones; olvidar que mi bici estaba a la buena de Dios, sin candado, apoyada en la pata de cabra junto a la vallita baja de los jardines... Olvidar  todo, excepto la saudade, que crecía como la hiedra en las paredes del corazón y de la memoria con cada evolución y encuentro de Carlos y Cecilia en el escenario al son de notas llenas de nostalgia.


Saudade que tomaba la imagen y el nombre de Jesús MaríaPalomares, aquel cura (yo entonces no sabía que lo era) secretario general de la Universidad de Valladolid que me recibió en su despacho el día 30 de noviembre de 1989, cuando me incorporaba para estrenarme como responsable del gabinete de prensa de la Universidad.

Aunque esa soledad, nostalgia y añoranza -así define la Real Academia a la saudade- de Jesús María Palomares ya venía de dos días antes, cuando mogollón de gente nos habíamos reunido en San Pablo para decirle adiós, constatando el vacío tan grande que dejan las personas en quienes todo el mundo puede confiar. ¿Cómo nos las apañaremos ahora, con nuestra cutrez disfrazada de importancia, de dignidad, de coherencia (¡ja!), y rematada en algunos casos con el birrete de la sabiduría que se edificó una casa -sapientia aedificavit sibi domum-, si nadie nos animamos a poner los cimientos con la sencillez con la que él los ponía cada día? Aunque, a decir verdad, un par de caras de las que vi por allí se me quedaron grabadas con el cincel de la esperanza; si no como esculturas exentas, sí por lo menos como bajorrelieves que sobresalían de ese plano de la apariencia estamental tan propio de la grey universitaria, sobre el que a veces parece cernirse otro lema diferente: "alúmbrame a mí mayormente".

Jesús María Palomares
Saudade que se ha ido agudizando desde entonces por culpa de dos obras musicales que se me han instalado últimamente en el cerebro y en el corazón -dinero llama a dinero, pero la saudade se autocontagia y realimenta por vía de aerosoles del alma, que se propagan sobre todo por la música-. La primera fue esa misma tarde, cuando, alertada por una noticia de Roberto Terne, descubrí el maravilloso último trabajo de Paul Simon, Seven Psalms. De la segunda tiene la culpa mi coro, porque nos hemos tenido que aprender en tiempo récord la cantata Stabat Mater, de Antonin Dvořák, para cantarla con otras cinco corales de Madrid en el Chamber Art de este verano.

Y ahí he andado este último mes, rumiando sobre los pedales estas canciones de nostalgia y añoranza bajo la luz de la luna al volver a casa cansada; el carril bici, solitario a esas horas, se me antoja entonces acogedor, y la luna, que me llama desde el cacho de cielo que lo alumbra, me dice que me fije en lo bien que está dibujando sus distintas fases en el cielo junto a una estrella especialmente brillante -internet me dice que es Regulus-; le hago un guiño con el faro de mi bici y le doy las gracias por los ánimos: si me empeño, quizás yo también pueda dibujar decentemente la fase de mi vida que hoy empieza.

martes, 21 de febrero de 2023

Cuando escriba este artículo... (II): Canciones, lluvias y un nuevo mundo

Ya me voy haciendo a la jubilación. No sabía cómo sería mi vida allende el trabajo, ya que no me veía yo visitando esa orgía de obras que día tras día nos propone, en un periódico de Pucela, un redactor especializado en primicias de proyectos arquitectónicos y urbanísticos, en primeras piedras y en visitas del alcalde a obras casi terminadas.

Al final, la adaptación ha sido de lo más fácil: desaparecido el destino cotidiano de mi pedaleo mañanero (el trabajo), todo ha consistido en buscar objetivos alternativos hacia donde dirigir la bici todos los días, a ser posible siendo útil. Y la verdad es que, a nada que se busque, existe un sinfín de actividades en las que echar una mano, y para las que, además, hay que prepararse y actualizarse. Así se cumple otro objetivo: se ahorra una matricularse en cursos de prevención del alzhéimer, porque heme aquí, de nuevo, en un frenesí de estudio de Lengua (deixis anafórica y catafórica, elipsis, campos semánticos, isotopía y demás mecanismos de cohesión textual) y de Inglés, como si mi vida hubiera vuelto a ser las siempre vísperas de los exámenes finales de la Facultad, de la Escuela Oficial de Idiomas y de las variadas oposiciones a las que he concurrido en mi periplo profesional.

También debo decir que en esa labor de sustitución de objetivos me ayudó enormemente el banco que gestiona mis pagos y cobros, ya que la meta de los primeros días de mi jubilación fue el aparcamiento de bicis anejo a la única sucursal que ese banco ha dejado abierta en toda la ciudad. Se encuentra a 7 km de mi casa y a ella tuve que acudir con frecuencia dado el nivel de fallos y lagunas de su banca en internet.

Carmen Martín Gaite y el cancionero de Vázquez Montalbán

Más agradable es la meta de la mañana de bastantes jueves (como hoy, 3 de marzo de 2022), que se encuentra en el café Fantoche, donde me reúno con mi amiga Natalia y comentamos la semana a pinceladas. Hoy, no sé cómo, hemos aterrizado en un tema que nos ha dado mucho juego: las letras de canciones; y es que ni ella ni yo soportamos las estrofas tergiversadas o amputadas, que convierten historias apasionantes -a veces trágicas, otras veces llenas de esperanza- en sartas de palabras sin sentido, cercanas al juego de los disparates. Y ahí se sacó mi amiga de la manga -de la nube, a través del móvil- un tesoro que yo desconocía: el artículo Cuarto a espadas sobre las coplas de postguerra, de Carmen Martín Gaite, publicado en el número 529 de la revista Triunfo (18 de noviembre de 1972).


Se refería este artículo al primer volumen del Cancionero general 1939-71, que acababa de publicar entonces Manuel Vázquez Montalbán (Editorial Lumen. Barcelona, 1972). Y se lamentaba la Martín Gaite de los múltiples errores que había observado en las letras recopiladas, que privaban de sentido a tantas canciones importantes en su vida y en la de toda su generación; especialmente, cómo se habían mutilado dos coplas de la Piquer: el Romance de la Otra, eliminando la última parte, precisamente la más desgarrada y dramática, en la que se explica la injusticia que determinó el triste destino de esa mujer; y cómo se había tergiversado una de las últimas estrofas de Ojos verdes, convirtiendo en una retahíla de palabras sin conexión lo que en la letra de verdad era el preludio angustioso de la oscuridad en la que quedaría inmersa la vida de la mujer al marchar de su lado el hombre de ojos verdes, llenos de luz, al que tan breve pero intensamente había amado.

La lluvia y las canciones

El camino de vuelta en la bici está siendo una gozada: llueve a placer después de tantas semanas de sequía (mañana me enteraré de que habrán caído en este día 14,6 l/m2 en Valladolid), y eso me produce una alegría inesperada, como si el agua no solo limpiase el ambiente, sino que también barriese de mi cabeza por un momento la tristeza infinita que siento -sentimos todos- desde que Putin invadió Ucrania. Y me vienen a la cabeza, al hilo de la conversación del café, dos canciones que encontré hace poco, de chiripa (una en YouTube, la otra llegada por Whatsapp), y que me hacen mucha gracia: Amarraditos, cantada por la coral indonesia Infinito Singers; y La cucaracha, interpretada por un coro de jóvenes rusos. Cada vez que los escucho, me asombro de lo bien que pronuncian unas palabras que -se deduce por la expresión de sus ojos y por su ademán- seguramente no entienden en absoluto. Y pienso que ahí está la razón de todos los disparates que en la humanidad repetimos generación tras generación: en que pronunciamos las grandes palabras (paz, justicia, igualdad, tolerancia, amor, respeto, libertad) con una corrección gramatical y una entonación perfecta, como si las entendiéramos, mientras hacemos casi exactamente lo contrario de lo que significan.

Pero dejo de pensar y sigo evadiéndome con la lluvia, que ahora me trae a la memoria la película In the mood for love, llena de lluvia y de canciones; sobre todo, una: Quizás, quizás, quizás. Porque quizás todavía este año, e incluso algunos más, vuelva el agua a pesar del cambio climático, y vuelvan a llenarse esos embalses agrietados en los que ahora asoman los fantasmas de antiguos pueblos sepultados.

Quizás, quizás, quizás

Quizás el próximo 30 de agosto, cuando salga con la bici por los pueblos próximos al mío, me persiga una manta de nubes negras y yo me pregunte si me alcanzará antes de poder guarecerme; aunque no me importará, casi me apetecerá que me pille el agua que se prometerá A cántaros. Además, me iré fijando en la imagen del día: los coches aparcados a la puerta de las casas, que se irán llenando de enseres, y luego de personas, y después se marcharán a sus ciudades -como días más tarde también nosotros nos iremos- dejando todos esos pueblos llenos de soledad bajo la lluvia y el granizo que, sí, ese día caerá con furia justo un poco antes de que yo llegue al cruce de las dos carreteras, y después al Barrio de Abajo y por fin a casa, aspirando el penetrante olor de la tierra mojada.

Quizás el día 19 de octubre tenga cita en la peluquería y me acerque pedaleando en manga corta porque ese día hará un calor enfermizo. Pero a la salida me caerá todo el diluvio encima y llegaré a casa calada hasta los huesos y tiritando de frío porque el viento habrá transformado de repente el verano retardado en otoño de los de antes. Y no me importará, porque eso querrá decir que a lo mejor vuelven a existir otoños e inviernos como los de antes. Y porque una bolsa de supermercado apañada como sombrero habrá salvado mi inversión en la peluquería.


Quizás el 27 de octubre, al pasar por delante de la estación de autobuses, en un atardecer de lluvia que estará remitiendo, nos encontremos, bajo el Arco de Ladrillo, una concentración menguante a favor del soterramiento (¿o más bien se titulará elegía a la muerte del soterramiento?), la única obra de la que no se habla en las gloriosas crónicas del redactor de obras públicas. Quizás porque solo sería una. Que transformaría la ciudad, es cierto, pero solo una que vender y encima no se acabaría para inaugurarla a tiempo de las elecciones. Figúrate, sin terminar y con la polémica que siempre originan las obras que se prolongan en el tiempo.

Quizás el 31 de octubre, cuando visitemos el cementerio de Burgos, rebosante de flores bajo una luz gris de tormenta, las nubes amenazantes nos den una tregua para que el violín de Clara pueda rendir homenaje a nuestros padres y a Laura, pero luego se tomarán la revancha reventando en una lluvia salvaje que apenas nos dejará ver la carretera en el viaje de vuelta. Aunque no nos impedirá ver en nuestro interior las caras de todos los que se nos han ido. Entre todos ellos, veré la tuya, José Manuel, y recordaré, como recuerdo ahora, la última discusión que tuvimos en la cafetería del trabajo, acerca de las palabras, de los programas de reconocimiento de voz y del riesgo de deformar los mensajes escuchados con las interpretaciones de los propios prejuicios. Quién volviera a tenerla...


Un nuevo mundo

Y quizás algún día -por ejemplo, en Carnaval de 2023, mientras fuera desfilen pequeños y mayores entregados a la fantasía de ser otros-, cuando vuelva a sentarme un rato y a escribir sobre estas lluvias y canciones, me preguntaré sobre el título de la última película que he visto: Un autre monde, de Stéphane Brizé. ¿Será de verdad necesario bajarse del carro del sistema para poder vivir con un poco de decencia y de humanidad -como hace el protagonista- o se puede sobrevivir dentro de este tinglado de mentiras -peor, de palabras desconfiguradas y prostituidas para significar en la práctica lo contrario de lo que dicen- y contribuir desde dentro a sanar las letras de nuestra canción y a crear Un nuevo mundo un poco mejor?

viernes, 5 de agosto de 2022

Cuando escriba este artículo... (I): Perplejidad, botánica y una orquesta que pasaba por allí

Flota la luz en el silencio de esta mañana fresca de un verano recién iniciado, que hoy, 29 de junio, fiesta de san Pedro, me parece más burgalés que pucelano.

Todavía no sé que dentro de veintipocos días, cuando escriba este artículo, habrá llegado la segunda ola de calor, y que habrá sido mucho peor que la primera, esa que pasé encerrada en mi habitación sumando los grados de la fiebre de mi COVID a los del calor de la casa recalentada por un sol africano adueñado del valle de Olid. Así que hoy me sumerjo en la libertad de este aire fresco, ignorando todo lo que me rodea, y también mi pedaleo flota en este silencio incoloro que casi ni quebrantan los coches, avenida de Salamanca adelante, en dirección contraria a las aguas del Pisuerga, hasta dejar a mi derecha el Puente Colgante y adentrarme hacia el carril bici de la orilla del río.

Al pasar junto a las pistas de tenis del polideportivo Huerta del Rey, las voces y risas de los jugadores me ayudan a aterrizar en este mundo, ponen colores en el aire y me hacen darme cuenta de que el silencio en el que he venido flotando estaba hecho de la ausencia de niños en los dos colegios que me pillaban de camino, porque han empezado las vacaciones. Casi al mismo tiempo, se cruza conmigo una joven sudamericana que empuja la silla de ruedas de una anciana por el carril, y su perfume al pasar despierta en mí una euforia que parecería estúpida a cualquiera que se diera cuenta, porque nadie sabe que es el primer olor que percibo desde hace quince días. Quizás hoy, me digo, cuando llegue a casa también comenzaré a percibir los sabores de la comida.

Intentando entender esta nueva especie de mundo consternado

Voy llegando a la Plaza del Milenio, y ahora los que se cruzan conmigo en el carril -ya terrestre, sonoro y con aromas de río- son un abuelo con su nieto en la sillita de paseo. El niño, de unos dos años, tiene toda su atención en las dos ramitas llenas de hojas que lleva en las manos, y a las que examina con mucha atención, como si fuera un botánico experimentado que acabase de descubrir una nueva especie vegetal y tuviera que caracterizarla bien, relacionándola con las demás y a la vez distinguiéndola del resto. Y de repente pienso que así estoy yo desde hace algún tiempo (¿desde que empezó la invasión de Ucrania por Putin?, ¿o antes, desde la pandemia?), intentando entender esta nueva especie de mundo consternado en el que nos hemos ido adentrando, en el que suenan los tambores de guerra cada vez con más fuerza y en el que la tierra se va deteriorando de forma acelerada, y sin saber cómo casar la contemplación de las catástrofes con las alegrías cotidianas, triviales -ver florecer un árbol, escuchar una música emocionante-, o las más profundas, como el nacimiento de un niño en la familia.


Con la sombra de esa perplejidad que se ha convertido en mi compañera, sigo el trayecto mañanero, que hoy incluye tres paradas: en la plaza del Viejo Coso, llena ya para siempre del recuerdo de Maribel Rodicio como era antes del accidente; en la plaza de San Pablo, donde unos pocos estudiantes entran y salen del Instituto Zorrilla para algún trámite descolocado del calendario mientras en la última ventana de la fachada del colegio El Salvador reina una silla hábilmente colocada para esperar sentados a que se haga realidad la Ciudad de la Justicia; y, por último, en el quiosco entre Teresa Gil y San Felipe Neri, donde estos días alargo mis pequeñas compras para así escuchar al chaval que todas las mañanas toca el violín -ahora mismo está tocando la Pequeña serenata nocturna de Mozart- ante una cesta con un letrero: "Para pagarme los estudios".

Una orquesta que pasaba por allí

Todavía no sé que dentro de veintipocos días, cuando escriba este artículo, una inesperada coincidencia en el día de mi cumpleaños me habrá ayudado a encajar esta perplejidad. Porque ese día yo me encontraré en Burgos por casualidad, y, justo junto a la casa de mis padres y de mi infancia, la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, sin saber nada de mi calendario ni de mi geografía vital, me regalará un concierto en la noche burgalesa de la plaza de San Juan. Y así, escuchando las músicas alegres y tristes que habrá seleccionado con gran acierto el director invitado Salvador Vázquez, mi alma se dejará llevar por las notas que saldrán de los instrumentos, y bailará con ellas por entre las piedras iluminadas del antiguo monasterio de San Juan, uniéndose, por encima del tiempo y del espacio, con las emociones y perplejidades del arquitecto que lo construyó allá por el año 1091; las del que lo reconstruyó tras el incendio de 1538; las de los miles de peregrinos que en él se cobijaron a lo largo de todos esos siglos; las de los compositores de la música que en ese momento escucharemos (casi todos del siglo XIX), y las de todas las personas que lo estaremos disfrutando.

Y así me daré cuenta de que, en casi todos esos tiempos, tanto san Lesmes como la reina Constanza, el papa Sixto IV, Berlioz, Liszt, Leoncavallo, Borodin, Elgar, Bizet o Chapí también en algún momento percibirían que su mundo se estaba desmoronando y sentirían la perplejidad de gozar de las cosas más triviales o de las alegrías más profundas mientras la sangre se derramaba en guerras que nunca han acabado (aunque nosotros, pardillos, las imagináramos superadas solo porque no nos pillaban cerca) y miles de personas murieran en epidemias y pestes. Como ahora.

Pero hoy, día de San Pedro, veintipocos días antes de que escriba este artículo, todavía no sé nada de eso, solo alargo mis pequeñas compras en este quiosco entre Teresa Gil y San Felipe Neri para así escuchar al chaval que todas las mañanas toca el violín -ahora mismo está tocando la Pequeña serenata nocturna de Mozart- ante una cesta con un letrero: "Para pagarme los estudios". Echo unas monedas -la gente es generosa, la cesta está casi llena, incluyendo una cantidad respetable de billetes- y vuelvo a casa marcando el ritmo del pedaleo con un pensamiento que examina las cosas de la vida como si fueran nuevas, intentando clasificarlas como las hojas del niño de esta mañana: labiadas, pecioladas, dentadas, aserradas, alveoladas... guerras, pobreza, crisis, alza de precios, peligro de desabastecimiento energético, cambio climático, verano, tolerancia, hipocresía, mentira, redes sociales, frivolidad, sonrisa, generosidad... pero se me escapa el pensamiento y mis pedales vuelven a perderse en el silencio de este mediodía que comienza a vestirse de adelfas. 

miércoles, 12 de enero de 2022

Wollemia nobilis y los Reyes Magos

Aparco la bici, entro en casa y me pongo el delantal. Saco la sartén del armario y preparo el segundo plato (hoy pechugas de pollo, ayer cadera de ternera, antes de ayer cinta de lomo adobado y el día anterior rodajas de salmón al horno) cumpliendo el eslabón número no sé cuántos de esa sucesión monocorde de rutinas que se va comiendo mis días.

Por la tarde, vuelvo a coger la bici y llevo al punto limpio los móviles viejos, sus accesorios especiales que no encajan con los actuales (auriculares con minijack de 2,5 milímetros en lugar de 3,5; otros auriculares con conectores aún más raros, algunos con cuernecitos; cargadores de tan pocos miliamperios que no sirven para ningún dispositivo por muchos adaptadores que encuentres en internet...) y algunos aparejos de plástico y otros enseres que habían echado raíces en el trastero. Igual que ayer por la tarde llevé las botellas de aceite usado a su respectivo contenedor, y que antes de ayer fue el turno de la ropa que ya no usamos, y que uno de estos días lo será de los juguetes abandonados, y así hasta ciento de pasos deshaciendo el eslabón no sé cuántos de esa cadena de acumulación que fue construyéndose con la misma sucesión monocorde de rutinas que se va comiendo mis días.

Trigonometría, estelas y personas

A la vuelta, paro un momento para contemplar las estelas de los aviones, que a veces, como esta tarde, cuando se cruzan en el cielo formando ángulos de distintos grados que permanecen un rato hasta desdibujarse, me parece que nos enseñan trigonometría, y me recuerdan las viejas fórmulas de seno de alfa y coseno de beta con las que -aseguraba mi profe de matemáticas- se podían calcular las distancias entre la tierra y el sol y otras estrellas cercanas, o en las que -aseguran los profes de matemáticas de mis hijos- se basan los famosos GPS y mogollón de inventos más de los que nos beneficiamos cada día sin enterarnos. Otros días, quizás con el aire más límpido y sin vientos de distintas temperaturas en la atmósfera, los aviones pasan indiferentes unos a otros, sin dejar señal, recogida su estela, que va desapareciendo, cortita, tras su cola, sin molestar siquiera con su recuerdo el silencio y la pureza de la luz transparente que llena el aire sin ocuparlo, libre, sutil. Como nuestras vidas: unas veces se cruzan con las de otras personas, en ángulos de distintos grados de alegría o de amargura, en una complicada trama de relaciones que no sé descifrar con ecuaciones trigonométricas, mientras que otras veces circulamos cada cual a su bola, como sin mirarnos, o sencillamente sin cruzarnos, cada uno en la órbita de sus intereses o circunstancias.

Dejo la contemplación de las estelas y sigo pedaleando hacia casa mientras unos pocos cirros que surcan el cielo se visten de rosa con las últimas luces del sol y después van perdiendo intensidad y diluyéndose en malva antes de hacerse humo gris, como si hubiesen perdido la alegría o la vida y fuesen ya solo fantasmas, casi siniestros. Intento ignorar las similitudes, estruendosas, entre el ciclo de amaneceres, plenitudes y ocasos que se repite cada día y el que se produce en la vida -la mía, por ejemplo-.

Luz y música de los Reyes Magos

Pero he aquí que amanece otro día, y resulta que es el de los Reyes Magos. Encuentro que Melchor, Gaspar y Baltasar han cambiado el faro delantero de mi bici por un adminículo electrónico en forma de cilindro cuasisimétrico que se ensancha en los dos extremos: por uno de ellos proyecta un chorro de luz blanca de LED, mientras por el otro un altavoz reproduce las canciones que se hayan grabado en una tarjetita microSD o las que el móvil del ciclista le transmita en el momento por Bluetooth. Salgo un rato a probarlo, y es verdad que la música produce magia: olvido la consideración ensimismada de la tristeza de la rutina y, por un momento, la memoria se enfoca -no lo había hecho en Nochevieja, no suelo poner el contador a cero con recopilaciones ni propósitos- en los momentos de este año pasado en que unas pocas cosas y personas habían sido capaces de poner música mágica en mi vida.

Por ejemplo, Axel Mahlau, un profesor de Filología, alemán afincado en España, que un buen día decidió convertir la finca que sus padres habían comprado hace más de sesenta años en el límite entre La Adrada y Piedralaves (Ávila) en jardín botánico. Allí, con ayuda de su mujer, Amelia, y de sus hermanos, ha reunido más de 1300 especies botánicas, recopilándolas de todas partes del mundo y logrando su aclimatación con los cuidados necesarios; allí celebra reuniones culturales y talleres de naturaleza; y allí lo enseña a los visitantes en unos recorridos sencillos y grandes a la vez, con los que contagia sin remedio el interés y amor por la naturaleza. Durante nuestra visita, no sé por qué -no tengo ningún conocimiento de botánica, ya me gustaría- me fijé en una planta y le pregunté por ella. Y nos explicó la asombrosa historia de ese fósil viviente del jurásico que se llama Wollemia nobilis y que fue descubierto en 1994 por David Noble, un guardabosques de Parque Wollemi de Australia -de ahí el nombre que se dio a la planta: Wollemia por el parque donde fue descubierta y nobilis por el apellido del guardabosques que la encontró- que reparó en el brillo especial de un grupo de árboles entre los demás que los rodeaban. Mientras nos lo explicaba -era casi al final de la visita- pensé que Axel Mahlau y su mujer eran también como esa planta, una especie de personas con un brillo especial que a veces nos empeñamos en pensar que ya no existen hasta que nos las cruzamos en el camino.

Algunos Wollemia nobilis: Axel, Hilaria, Agustín y tantos otros

El otro momento de magia me lleva a una casa de pueblo en Castrillo de Don Juan donde estuvimos comiendo hace poco con nuestro amigo Javier a la sombra amable de un árbol que cobija bajo su copa la casa de su madre. Ya no vive Hilaria, pero a ella se debe la inmensidad de este fresno que da sombra en verano sin quitar luz en invierno. Porque hace treinta años su nieta Noelia llegó un día con un paquetito. "Abuela, hemos celebrado en el colegio el Día del Árbol y nos han dado estas semillas. ¿Podemos plantarlas en tu jardín?". Hilaria cuidó las semillas hasta que brotaron las hojas; eligió un punto del jardín protegido del cierzo, plantó y regó el arbolito, de la misma forma que hacía todo en la vida, con cuidado y constancia, pero sin darle demasiada importancia -"ya crecerá", le decía a Noelia cada vez que aparecía por su casa y corría a comprobar los progresos de "su" árbol-. Y vaya si creció.

El caso es que, una vez puestos a tirar del hilo, aparecen en mi memoria cantidad de esas personas como Axel y como Hilaria, que, si te fijas bien, brillan de manera singular. Como aquel cura, ya mayor -ahora sé que se llama Agustín González-, que nos atendió a la puerta de una iglesia-museo en Atienza y nos hizo descubrir una de las mejores colecciones de fósiles que he visto en mi vida. Nos contó la historia del médico del pueblo que los coleccionaba y que los donó para ese museo, pero no nos contó su propia historia, que ahora descubro asombrada al buscar su pista en internet. Otro auténtico wollemia nobilis.

Ahora mismo, echando una ojeada al periódico para descansar un ratillo, ahí están los cuatro científicos del GOA de la Universidad de Valladolid que andan camino de la Antártida para poner cifras reales al cambio climático. O el equipo del Hospital Clínico de Barcelona que ha conseguido curar a 18 pacientes de cáncer desahuciados. O ese grupo de amigos de Valladolid que han montado una ONG que consigue bicis adaptadas para que personas con discapacidad puedan hacer deporte. Si es que, a nada que se rasca un poco, el mundo está lleno de gente que brilla. Sin embargo, yo, "pegada al manillar como un gilipollas" -que ya lo decía Javier Krahe en su canción-, sin enterarme, ensimismada en cirros decadentes al anochecer. Solo puedo decir en mi disculpa que andaba como Don Quijote, sumida en la lectura de tantas novelas -no de caballerías, sino de "pensadurías tristes"- como últimamente se empeñan en escribir, escudriñando las tristezas y rencores que los humanos somos capaces de atesorar con el caletre.

Menos mal que han llegado los Reyes Magos con su chisme de luz y de música para despertarme. Aunque también es verdad que eso me plantea una pregunta inquietante: y yo, ¿qué cosa buena y brillante puedo aportar? Como no quiero desanimarme, apunto con mi faro nuevo a todos los rincones buscando algo aprovechable, y me empeño en convencerme: "La eme con la a, ma. Todavía soy capaz de juntar letras para, al menos, contar lo que hacen otros".


¡Eh, que no me acordaba! También fui capaz de descubrir un sitio donde entregar para reciclado el neumático de coche que teníamos en el garaje desde hace más de veinte años. A veces la rutina tiene su puntillo emocionante.

martes, 3 de agosto de 2021

Los anillos concéntricos de Pucela y un globo aerostático en la madrugada

Apareció ayer al doblar la esquina de la última calle antes de llegar a la mía. Entre las ramas de los árboles, contra el intenso azul del cielo y con unas pocas nubes radiantes por el reflejo del sol, tenía algo como de pintura renacentista de Moisés bajando del Sinaí con las tablas de la ley del pacto de Dios con su pueblo. O como si de repente fuera a aparecer un arcoíris al fondo y una paloma fuera a acercarse con la hoja de olivo en el pico señalando el fin del diluvio universal llamado coronavirus. Pensé: el globo de la nueva alianza.

Desde ese "ayer" -era la víspera de Reyes- ha transcurrido medio año largo, pero sigo viéndolo igual: no era exagerada ni fingida la emoción al encontrarme con un globo aerostático; ni tampoco se explicaba solo porque ese ayer fuera uno de los dos días de cada semana en los que llegaba a casa exhausta pero eufórica al tener que pedalear 13 kilómetros desde que salía del trabajo hasta que llegaba a casa: primero 4,5 kilómetros del curre al hospital; allí media horita de logopedia haciendo gorgoritos y salmodias para recuperar las cuerdas vocales, y luego 8,5 kilómetros del hospital a casa para terminar de ganarme un cocido tardío, más a horas de cena inglesa que de comida española.

No, no era solo eso: yo ya tenía transfigurada la imagen de los globos aerostáticos desde aquel verano de dos mil catorce en el que descubrí un Valladolid diferente a la luz de la luna gracias al pedaleo del hospital a casa, que en aquellos días era también una rutina diaria, a veces nocturna, a veces al amanecer. El pedaleo nocturno lo hacía dando un rodeo -meterme por el Pinar de Jalón pasada la medianoche no me parecía muy apetecible- por la carretera y avenida de Segovia, General Shelly, avenida de Madrid por la Ciudad de la Comunicación, Puente Colgante, Juan de Austria y avenida de Salamanca adelante. Los caminos del amanecer, sin embargo, sí los hacía bordeando La Estrella de Qatar, el Lidl, el vacío de la Uralita y el Gran Valladolid, hasta desembocar en la avenida de Zamora, que me llevaba hasta la de Salamanca y por allí a mi hogar.


Y justo el día en el que estuvo claro que la vida nos daba otra oportunidad (era un domingo, temprano), al coronar el puente que salva la vía sobre el polígono de Argales en la avenida de Zamora, apareció un globo flotando en la luz dorada del amanecer (parecía extraviado de algún cuento infantil, sin saber qué hacer sobre la ciudad que se despertaba) y se erigió en la señal del pacto de Dios con esta maruja ciclista de Burgos afincada en Pucela. Era un pacto de alegría y esperanza en tiempos de peligro y de incertidumbre. Tiempos como los de ahora para todos: para las marujas ciclistas, los peatones currantes, los macarras motorizados y los prudentes que los sufren, los pijos y los pobres, desde Pucela hasta Wuhan, pasando por Kuala Lumpur, Añisok y, desde luego, Morelia, Lille, Orlando, Florencia y Lecce (la plaza de las Ciudades Hermanas era uno de los hitos de este largo camino a casa de los martes y los viernes).

Los anillos concéntricos del atlas de la riqueza

Sí, realmente aquellas marchas nocturnas me descubrieron otra ciudad que nunca había observado. Una noche que iba al centro de la ciudad, al bajar de la calle Víctimas del Terrorismo por la carretera de Segovia, de repente me encontré el barrio de Las Viudas, ese que de vez en cuando aparece en los periódicos por reyertas entre clanes o porque celebraban la nochevieja disparando al aire armas de fuego. Pero, sin embargo, ahora aparecía como transfigurado por el sueño de una noche de verano, con todas las personas en la calle buscando el alivio de un aire respirable, sentados en sillas a la puerta de las casas y en las plazuelas de esta orilla urbana que bajo la luz de la luna se había convertido en pueblo gitano. Pocos metros más allá, vi algunos payos pobres sentados en los bancos de las esquinas de las calles. A continuación, las primeras terrazas de bares, con las sillas oscilando sobre los pegotes del asfalto de las aceras, recalentado cada mediodía y solidificado al atardecer. Y por último, las terrazas de bien, con diseño más cuidado a medida que me acercaba al centro histórico, donde se sientan ciudadanos satisfechos que no miran demasiado a los circunstantes por mantener intactas las puertas de su propio mundo.

Aquella noche me pareció que mi bici y yo avanzábamos sobre el radio de la circunferencia que delimitaba la ciudad de Valladolid, atravesando los anillos concéntricos desde la pobreza del contorno hasta la riqueza de un centro a medio "gentrificar". Esa impresión me la vino a confirmar mucho tiempo después -aunque solo por la semicircunferencia del norte y el este- el Instituto Nacional de Estadística con su proyecto experimental Atlas de distribución de la renta de los hogares, en cuyos mapas de colores se pueden observar esos anillos:  desde los barrios en los que  los ingresos de cada familia oscilan entre los 12.500 y los 22.000 euros al año (la renta individual oscilaría entre los 3.700 y los 8.600, y proviene siempre del rendimiento del trabajo), hasta el centro de la ciudad, en el que la renta de cada familia oscila entre los 40.000 y los 92.000 euros al año (la individual entre los 15.500 y los 32.250), es decir, entre cuatro y nueve veces más que sus vecinos de los barrios periféricos; y en buena medida proviene del rendimiento de los valores mobiliarios e inmobiliarios, es decir, gente que vive de las rentas.

Imagen tomada del Atlas de distribución de la renta. INE

Imagen tomada del Atlas de distribución de la renta. INE

Una caja de cartón disfrazada de maleta

Si la vida no nos llevase la contraria de vez en cuando, nos volveríamos simples y maniqueos, incapaces de captar los infinitos matices que se encuentran en el camino del blanco al negro y viceversa. Quizás por eso, a los pocos días de aquella noche mágica en que visualicé los anillos concéntricos, mi bici se encargó de llamarme la atención sobre un detalle curioso y contradictorio.

Acababa de comer con mis antiguas compañeras de trabajo en un kebab de la calle Macías Picavea y nos habíamos sentado en una terracita a tomar el café. Mientras vigilaba la bici desde mi silla -no había encontrado ningún elemento fijo al que atarla- se introdujo en el ángulo de mi mirada una mujer alta que caminaba hacia la plaza de Cantarranas. Algo en su fisonomía -la estatura, el color de su melena larga, el contorno de su cara, ojos y boca, los ángulos de sus pómulos, la anchura de su hombros- me inclinó a pensar que procedía de algún país de Centroeuropa. Vestía una chaqueta de punto de color oscuro y una falda larga, casi hasta los pies, y andaba con una mezcla de elegancia y cansancio, sin inclinar el cuerpo hacia un lado a pesar de llevar una enorme maleta en la mano derecha. ¿Maleta? No, ahora que reparaba en ello, lo que llevaba era una inmensa caja de cartón a la que le había adherido un asa cutre, también de cartón doblado, a base de cinta de embalar.


Aparte de hacerle una foto desde lejos, cuando casi entraba en un portal de Cantarranas, me dio por imaginar todo tipo de historias de pobreza en tierra extraña, algunas con final feliz, otras con desenlace aciago. Miré a mi alrededor -algunos edificios antiguos sin restaurar, seguramente de renta antigua- y luego lo confirmé en esos mapas detallados del INE: allí, entre Macías Picavea y Cantarranas, había una pequeña isla de color pobreza en medio del océano verde de riqueza distintivo de los que viven opíparamente de sus rentas.

Los globos de la nueva alianza

Todo esto lo he recordado ahora, después de atar la bici junto al centro comercial cercano a mi casa, porque venía a pedir hora en la peluquería en la que solía disimular mis canas -no había venido desde antes de la pandemia, y había aprendido los rudimentos del autotinte porque me daban pánico las inmensas posibilidades de intercambio de aerosoles en esos locales- y resulta que ya no existe aquí esa peluquería en la que pedir hora; quizás por el miedo de tanta gente como yo. Quién sabe si aquella mujer de Cantarranas trabajaría en otra peluquería parecida y qué habrá sido de ella.

Aquel día me fijé en ella porque su presencia desafiaba el orden geográfico-económico de una sociedad satisfecha y preocupada de pijadas. Hoy aflora otra vez su recuerdo en estos momentos chungos de la quinta ola de la pandemia, que me hacen preguntarme cómo será ese atlas de distribución de la renta cuando puedan recogerse los datos de 2021 y 2022 (hasta ahora solo se recogen los de 2018) y desear que en las ya próximas fiestas de Valladolid los globos aerostáticos vuelvan a tomar sus cielos de madrugada y sean la señal de una nueva alianza, en la que, a la luz tamizada por el conocimiento de nuestra fragilidad, nos conjuremos para recoger tanto lodo de pobreza y desigualdad que habrá dejado el diluvio de la COVID, y para poner las bases de una estructura social más humana.