viernes, 2 de mayo de 2008

Lo nuevo, lo antiguo y lo decrépito

Son las tres y media de la tarde, la hora ideal para recorrer la ciudad en bici -ya han pasado hacia sus casas los trabajadores y los estudiantes del turno de mañana, y todavía no ha comenzado la jornada de tarde-, así que pedaleo sin temor por la temible (a otras horas) curva de Isabel la Católica hacia la calle San Quirce y llego hasta el hospital del Río Hortega para visitar a una amiga a la que acaban de operar. Ato la bici a una farola, trepo los seis pisos –los ascensores, abarrotados, no llegan nunca-, empujo la puerta de su habitación (no mucho, porque me acuerdo del trompazo que ayer propiné a la esquina de la “tercera cama”, situada bajo el televisor), saludo a los familiares de la otra paciente y me refugio en el hueco (pequeño) que queda junto a la ventana.

Hospital del Río Hortega. Fachada. Jardines
(Fotos tomadas de Wikimedia. Autora: Lourdes Cardenal)

Mientras cotilleamos sobre los nuevos ligues en el trabajo y cosas por el estilo –que desvíen la atención lejos del motivo que nos reúne en esta planta de este hospital-, dos auxiliares ponen sábanas limpias en "la tercera”, que estaba vacía, para una joven a la que acaban de hacer un legrado. Menos mal que la paciente no ha visto esta operación, porque a mi amiga y a mí se nos han puesto los pelos como escarpias y no sé de dónde he sacado la absurda suposición de que el Sacyl habría firmado un convenio con los albergues del Camino de Santiago para aprovechar los colchones decrépitos y tal vez habitados que desechan los de la ruta jacobea. Con las sábanas limpias y el almohadón planchado, la cama parece de mejor familia.

Del Asia Oriental del tercer milenio a las obras públicas del imperio romano

Salí deprisa del hospital –me quedaba aún una caterva de recados por hacer, separados entre sí por demasiados kilómetros partidos por los años que pesan sobre mis piernas-, cargando con una bolsa de impresiones contradictorias relacionadas con este edificio en el que nació mi hija mayor –la alegría se multiplicaba entonces por la buena atención médica y de enfermería-, pero que ahora, desde la pintura desportillada de sus paredes, la roña curtida de los colchones y la tristeza de unos jardines convertidos en callejones traseros, reclamaba a gritos la apertura ¡ya! del nuevo hospital de allende las circunvalaciones.

Puente de la Bahía de Hangzhou
(foto tomada de Wikipedia. Autor: Jürgen Zeller)
Sospecho que, si tuviera un poco más de cultura pucelana, podría escribir la historia de esta ciudad siguiendo las callejas por las que voy acortando hasta el barrio de las Delicias, pero en este momento las piedras solo me hablan de esa antítesis entre lo antiguo y lo nuevo personificado en el hospital de Valladolid. Y se me viene a la memoria otra pareja de ases pasado-futuro, que tuvo su origen en el informativo de ayer por la noche: unas imágenes sobre la inauguración del puente marítimo de la Bahía de Hangzhou (el más largo del mundo hasta el momento, con 36 kilómetros de longitud), construido para facilitar el tráfico de mercancías de Shangai, me llevaron sin remedio, por vía de surrealismo, a un acontecimiento vivido en primera persona recién llegada a Valladolid.

Me estrenaba en el Gabinete de Prensa de las Cortes de Castilla y León ayudando a Maribel Rodicio con las notas de prensa, el dossier de recortes, las credenciales de periodistas, las visitas culturales al Parlamento, la comunicación del presidente Dionisio Llamazares con los ciudadanos... cuestiones entre las que un día de 1984 apareció una carta a este último remitida por el gobernador de una provincia japonesa, explicando que pensaban construir un puente que uniría sobre el mar dos islas del archipiélago de Japón (creo que era éste), y que, como parte del proyecto, estaban pidiendo a los países donde se encontraban los puentes más relevantes del mundo documentación sobre cómo su construcción había influido en la economía, la cultura y la política de la zona. A Castilla y León se dirigían para ver cómo había influido la construcción del... ¡¡Acueducto de Segovia!! Desconozco cómo resolvieron este asunto, para el que a mí solo se me ocurría contestar la carta en latín, explicando el progreso que el acueducto había supuesto para la Provincia Tarraconensis de Hispania bajo los mandatos de Domiciano, Nerva y Trajano.

Puente de Akashi
(foto tomada de Wikipedia. Autor: Kim Rötzel)
Acueducto de Segovia
(foto tomada de Wikipedia. Autor: Phabus)

Unos gatos, un penal viejo y la alegría de la libertad

En Delicias, mientras mi hermano suelda la pata de cabra de mi bici para poder dejarla siempre de pie -como demanda su porte y servicio-, veo desde su ventana los jardines de la fachada del centro de salud del paseo Juan Carlos I, en los que una familia de gatos disfruta de los últimos rayos del sol antes del atardecer. Esa reflexión difusa de la luz y del calor  sobre la ternura de los gatos acompaña mis últimos golpes de pedal hasta casa, que comienzo preguntándome si algo de lo que hacemos ahora –los hospitales nuevos de aquí o los puentes sobre el mar de China y Japón- tendrá tanta vida como el acueducto de Segovia, pero que pronto viro hacia la ecuación del día (esa melé arquitectónica de recuerdos y futuribles), a la que añade un nuevo factor evocativo: el hospital, con sus frontones sobre pilastras cutres en la entrada principal y en la de la capilla, resucita en mi memoria otros frontones sobre arcos de medio punto cutres.

Autobús Pegaso Z-401, modelo que funcionaba en Burgos
en los años 1950. (Foto tomada del blog El Pegasista)
Sí, esa misma  impresión de decrepitud vivida hoy en los accesos, habitaciones y pasillos del hospital la reconozco nieta de la sensación más antigua de mi infancia: la de ir en un autobús decrépito –hacíamos concursos entre los hermanos a ver quién resistía más tiempo con la barbilla apoyada en el respaldo metálico del asiento de delante, a pesar de los golpes en los baches- que nos llevaba "al Penal", donde íbamos a jugar con nuestro amigo Fernandito (a la sazón, hijo de funcionario de prisiones en Burgos). Allí, delante de aquellos arcos de medio punto de la fachada del Penal (no sabíamos que significaba cárcel), jugábamos a las canicas y a "punzón, tijerillas, ojo de buey", ajenos completamente a los cientos de hombres que no podían salir de aquellas paredes para ser ellos mismos -y padres, y hermanos, y esposos- porque habían tenido la osadía de ser desafectos al régimen. Quizás hoy muchos países occidentales somos aquellos niños, jugando a las canicas ignorando la proximidad de cantidad de hombres –y de mujeres, millones de mujeres- que viven tras las rejas de la pobreza, del hambre, del fanatismo...

Y no. No puede ser casualidad que el periódico de esta noche –casi siempre leo los periódicos por la noche- se me abra por el artículo de Fernando Rey titulado "Oaxaca", que termina recordando el brindis final del congreso que estaba teniendo lugar en esa ciudad: "ese domingo –escribe- se celebraban las elecciones en Paraguay, y uno de nuestros amigos era un profesor de ese país (ahora en Harvard) que había sido torturado en su día por Stroessner. Estaba feliz por la renovación política del Paraguay (aún con los riesgos que se ciernen sobre el obispo Lugo y sus políticas), así que en la sobremesa se empezó a brindar con Carlos I (luego se agotaron todas las dinastías). Aquel domingo, todos fuimos paraguayos. Nos parecía, más que nunca, que la palabra 'libertad' tenía la magia de las palabras necesarias". Ojalá esa palabra –esa realidad- sea la piedra del acueducto que dé testimonio de nuestra época.