domingo, 26 de mayo de 2013

El peluco de la niña triste

Seto de durillo (Viburnum tinus)
Lo tenían todo preparado, así que aprovecharon para su actuación los pocos días sin lluvia de finales de abril y primeros de mayo. Comenzaron los viburnos o durillos -anodina colección de hojas verdes durante el invierno-, levantando por todos los rincones de la ciudad sus ramas cuajadas de pompones blancos como animadoras que cantan las letras de su equipo. Cuando ya habían logrado la atención de toda la gente y comenzaban a marchitarse, tomaron el relevo las fotinias*, en cuyos brotes oscuros casi nadie había reparado, pero que ahora hicieron estallar esos mismos setos en incendios de hojas rojas, entonando el aria despampanante de la llegada de la primavera (este año, almendros y cerezos habían tenido que conformarse con un protagonismo anémico y sospechoso de mentira, incapaz de requerir nuestra mirada bajo la orla de los paraguas).

Por último, irrumpieron en la parte superior del escenario los árboles del amor* –o de Judea, o de Judas, que también así los llaman-, que inundaron de flores rosas y violetas los márgenes de avenidas y paseos, dando paso a la apoteosis final del divo en pleno semáforo junto al Museo de la Ciencia. Y, una vez que estábamos todos admirándolos con la boca abierta y friéndolos a fotos con nuestras cámaras, móviles y tablets, desaparecieron sin más explicaciones, como ocurre en cualquier flashmob que se precie.

Fotinia con brotes jóvenes

Árbol del amor (Cercis siliquastrum) junto al Museo de la Ciencia

La Florida que nunca existió y la Uralita de nuestros amiantos

Para colmo, volvieron las lluvias y los fríos, y la crónica de nuestras vidas regresó con redoblada melancolía hacia los anillos periféricos de la ciudad, donde los sueños no cumplidos de expansiones urbanísticas y los despojos contaminantes de industrias abandonadas ofrecían el perfecto muro para las lamentaciones de esta crisis que nos consume. Y allí la siguió mi bici aprovechando las escampadas entre nube y nube de la mañana del sábado.


Paraba cada poco trecho de la alambrada de Uralita, viendo cómo han dejado las instalaciones los buscadores de chatarra, pero también preguntándome qué tiene la unión de escombros y naturaleza enferma, que subyuga a la imaginación y le cuenta a nuestras cámaras historias llenas de misterio y de nostalgia como la que puede encontrarse en esta foto de Agustín Hernández en Flickr. Pero, sobre todo, viendo la torre con el logotipo de la empresa en lo alto, me preguntaba qué será del nonato Plan Parcial de la Florida, que iba a ser el vecino más próximo a la Uralita, pero que nunca llegó a ver la luz como esa cuña de la ciudad que se abría paso entre los polígonos de Argales (ya engullido completamente por el casco urbano) y de San Cristóbal.

No es que me alegre de que Diursa no haya podido hacer realidad aquel proyecto de Alberto López Merino y Gerardo Méndez que se presentaba como el plan parcial con mayor porcentaje de vivienda protegida; pero sí estoy segura de que será mejor que se lleve a cabo cuando la empresa responsable haya limpiado de residuos peligrosos todo el solar de la fábrica y los futuros habitantes no se expongan a respirar fibras de asbesto que lleven la ruina a sus pulmones.



Con estos pensamientos, emprendí el camino hacia el paseo de Juan Carlos I por el arcén de la carretera de Madrid, y descubrí, justo al pasar por encima de la vía de Fasa, la mejor vista de conjunto de la desolación de la Uralita. Sólo una esfera de dimensiones considerables en el ángulo inferior izquierdo del visor de la cámara era extraña al conjunto. Con un estremecimiento simultáneo en la espina dorsal y en la boca del estómago, descubrí que la esfera tenía unos dientes enormes capaces de triturar la cadena que malataba ese morlaco –perro no se le podía llamar- al poste contiguo a una de las tres chabolas del poblado del Tuerto, a cuyas puertas ahora habían salido cuatro mozalbetes robustos a mirarme amenazantes pensando que fotografiaba sus hogares en lugar de la antigua fábrica.

Carlos Sánchez Magro y Vivian Maier

Santos Pilarica
Santos Pilarica desde el parque de
la calle del Cometa
Puse pedales en polvorosa aprovechando el desnivel entre la carretera y las chabolas, y, recordando los reportajes sin cuento en los que Jorge Sanz ha ido narrando año tras año en El Norte de Castilla la evolución en estos parajes de los últimos poblados de chabolas y la reproducción continua de vertederos ilegales tras las respectivas limpiezas municipales, me dirigí hacia otra orilla de la ciudad en la que los vecinos del barrio más joven de Pucela (Santos Pilarica) han denunciado también la proliferación de vertederos ilegales.

Sin embargo, en este caso me pareció que se trataba más bien de las denuncias preventivas de unos vecinos bien organizados que están consiguiendo que su barrio –nacido y crecido en plena crisis- salga hacia adelante, que lleguen los autobuses y que, si otra cosa no se tuerce, cuente dentro de poco con un centro deportivo que estuvo a punto de malograrse por los desacuerdos entre empresa concesionaria y constructora. Un barrio que el Ayuntamiento dedicó -entre calles y parques con nombres como universo, planeta, satélite, nebulosa o cometa- a Carlos Sánchez Magro, astrofísico vallisoletano que nació en 1944 y murió en Tenerife cuando apenas tenía 41 años, pero ya había aportado a la astrofísica española y universal importantes descubrimientos por los que dieron también su nombre al asteroide 202819 y a un telescopio del Observatorio del Teide.

Calle del Astrofísico Carlos Sánchez Magro

Centro Deportivo en construcción en Santos Pilarica
(foto tomada de la web de Go Fit)


El peluco de la niña triste

Esta mañana es de un sábado distinto, ya soleado y luminoso, así que me olvido de miserias y fracasos y encamino mis dos ruedas hacia la exposición de San Benito, sobre la que ya había leído la muy interesante historia de la fotógrafa Vivian Maier, niñera norteamericana que dedicó todo su tiempo libre, su dinero y su pasión a la fotografía, sin que nadie supiera, mientras ella vivió (la descubrió John Maloof, dos días después de que muriera), la impresionante obra que había llevado a cabo.

Sin fecha. Vivian Maier. John Maloof Collection.
Tomada de la web de Vivian Maier
Allí me encuentro imágenes de una belleza que emociona, con todo un retrato detallado de la sociedad de Nueva York y Chicago, de sus personas, costumbres, paisajes, estados de ánimo, clases sociales... y, sobre todo, me encuentro con ella: esa niña, que no tendrá más de ocho o nueve años, pero que encierra en su actitud toda la historia y sabiduría del mundo; pienso que en ella estamos todos, con las heridas y la suciedad de los tumbos de la vida, pero con ese reloj despampanante en la muñeca derecha, que es nuestra conquista (nuestros logros, o los hijos por los que sentimos orgullo, o la dignidad, o la libertad, como la de Moustaki que nos acaba de dejar, por la que hemos perdido incluso el país o los amigos) y con el brillo en los ojos de quien todo eso olvidará si encuentra un poquito de amor.

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* Gracias a José Cerro, jefe de Jardinería de la Universidad de Valladolid, por atender mis consultas sobre plantas, acerca de las que desconozco casi todo.