martes, 26 de noviembre de 2013

Saturno vencido y girasoles en las cunetas

No era el mejor cuadro del museo ni el mejor momento para admirarlo. De hecho, muchos otros le hubieran ido por delante en la memoria de mis emociones al final de esta visita maratoniana al Prado, en la que solo tres obras se me habían quedado a vivir en la retina junto a todos los velázquez, goyas y boscos de visitas anteriores: el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert; Doña Juana "la Loca", de Francisco Pradilla;  y Cristo muerto, sostenido por un ángel, de Antonello da Messina.

Sin embargo, algo hizo que mi atención, ya exhausta, se detuviera en las dos mujeres jóvenes que hostigaban a un anciano caído en tierra. Una de ellas, con el torso desnudo y risa burlona en la cara, empuña una lanza con la que amenaza al viejo, al que tiene agarrado por los cabellos, mientras su amiga, desde el otro costado, casi le clava el garfio con el que le sujeta sus grandes alas –mordisqueadas por un angelito travieso en el centro geométrico del cuadro-, por las que deduzco que el protagonista postrado debe de ser algún personaje mitológico. Aunque pronto me doy cuenta de que lo que había enganchado mi interés no estaba en el lienzo, sino en el cartel explicativo incorporado al marco: "El Tiempo vencido por la Esperanza y la Belleza". Era como si alguien hubiera adivinado mis pensamientos y quisiera ofrecerme una puerta de escape a estos meses dominados por la percepción angustiosa del tiempo que se disuelve en la nada y nos lleva consigo.

Flores efímeras y grillos en la noche

De un tiempo que se escondía entre los girasoles especialmente brillantes y fecundos de este mes de agosto -crecían hasta en las cunetas- y que se burlaba a mi paso los pocos días que lograba escaparme con la bici: "A ti te pasa como a estas flores; si algún día dan fruto, ellas ya no estarán para disfrutarlo". Y yo, que me había rendido en la lucha por conquistar algunos ratos que dedicar a las cosas que me gustan, arrastraba mi nostalgia para lloriqueársela a las estrellas en la caminata nocturna. Mientras la gente a mi lado comentaba las noticias del día –las patrullas de agricultores que salían cada noche para evitar los robos de cobre y de gasoil, lo que la gente es capaz de hacer para encontrar trabajo, un cochazo del jeque de Abu Dhabi a la puerta de un hotel de Valladolid-, yo solo escuchaba el canto de los grillos, acompañamiento musical del "Y yo me iré. Y sequedarán los pájaros cantando", que se me había pegado al pensamiento como el estribillo obsesivo de una canción que no logras retirar de tu mente.


La Leyenda del Pisuerga y la ciudad cambiante

Se cierra la puerta de acceso a la rampa de embarque, y la orilla del Pisuerga se transmuta en muelle portuario por obra y gracia del sonido de la sirena –casi puedo oler la sal por encima de esta peste de amoniaco de origen humano que están dejado en las Moreras las fiestas que acaban de comenzar-. Un operario desata las amarras, y las aspas de La Leyenda del Pisuerga comienzan a girar bajo sus cinco banderas: Valladolid, Castilla y León, España, la Unión Europea y la enseña tricolor francesa, con la que el propietario del barco remozado rinde homenaje a la patria que le vio nacer. Y yo, de vuelta en la ciudad y en el curre, como si tuviera el ánimo renovado de quien comienza el curso, pedaleo por la orilla izquierda del río escoltando al barco de Pucela en esta travesía de reestreno, igual que lo hacen en el río un palista con su piragua y una familia entera de patos con uniforme blanco de gala.



Mientras pedaleo esquivando cristales de botellas rotas, pienso que en alguna parte debe de estar el secreto de una vida fructífera, el discernimiento de las cosas importantes que me ayuden a escapar de las fauces sangrientas de Saturno (no sé cuál de los dos cuadros es más terrible: si la fealdad espantosa del de Goya o la belleza trágicamente realista del de Rubens). Pero no encuentro en las aguas, ni en los árboles, ni en los ojos de la gente nada diferente al transcurrir del tiempo, por mucho que se empeñen el cuadro de Simon Vouet  en el Museo del Prado y otras tantas circunstancias en contubernio de optimismo organizado que se me van cruzando en el camino.

Porque casi no acabo de volver del museo de los Madriles cuando ya los titulares locales hablan de la belleza y la esperanza, con la disculpa de los Poemas de Miguel Velayos que se exhiben en un espectáculo poético teatral en el LAVA. Y el caso es que yo me esfuerzo: intento apreciar la belleza incluso en las gazanias que me despiden y me esperan cada día a la puerta de casa –siempre las tuve manía por la hojarasca sin lustre que las rodea y porque aún no se han abierto cuando salgo y ya se han cerrado cuando vuelvo- y ver motivo de esperanza en los proyectos que se abren paso a pesar de la crisis, como los avances importantes que se han producido hace unos días en la investigación con células madre en los equipos dirigidos por Juan Carlos Izpisúa y por Manuel Serrano; pero se me antoja una esperanza lejana, cuyos frutos no los verán mis ojos. Y lo mismo concluyo de otros proyectos más modestos de Pucela –la estación Gourmet, el nuevo albergue-hostal en la calle Paraíso, The Book Factory Hostel, que puede aportar un nuevo aire, si se realiza con acierto, a nuestra abundante población Erasmus-, que los veo como la transformación de una ciudad que ya no será la mía, sino la de los que vivirán mañana.

El sermón de la Misa y la fuerza del viento

El domingo pasado estuvieron a punto de ceder las murallas de mi melancolía, acosadas por las trompetas de Jericó de esa bien orquestada campaña de pensamiento positivo en la que el destino había juntado el título del último libro de Irene Villa (Nunca es demasiado tarde, princesa) con la prédica de José María Rodríguez Olaizola en la Misa de Jesuitas. Comentando el evangelio ese de los siete hermanos que se casaron sucesivamente con la misma mujer, el cura afirmó que cualquier persona tiene la posibilidad de hacer realidad la vida eterna desde ya, desde aquí mismo, dando amor y luchando por la justicia, que son realidades eternas que están por encima del tiempo y de la muerte. 

Aunque, si he de decir la verdad, la patada final que me sacó de la murria tuvo más que ver con una chiripa meteorológica: el viento en popa que ayer me hacía volar con la bici y que levantaba las hojas del suelo hasta pasar por encima de mi cabeza. Extendí los brazos, dejé que me alborotara el pelo y, ya desde casa, mientras admiraba la danza loca de los árboles del jardín y me sentaba a escribir estas farfulladas líneas, noté como se iba levantando el dedo corazón de mi mano derecha, en esa versión actual y macarra de lo que se hubiera llamado hacer una higa a Saturno. Quizás porque el volver a la pelea enamorada con las palabras sea la mejor forma de encontrarme con esas dos protagonistas –la esperanza y la belleza- que en el cuadro de marras derrotaban al tiempo.