viernes, 15 de julio de 2016

Renacimiento, agua y árboles sin raíces

Las mujeres renacentistas fijo que no hubieran podido andar en bici. No había más que mirar el volumen de los vestidos, las enaguas fruncidas y los tocados para el pelo que acababan de quitarse en una sala del palacio de Pimentel todas las mujeres que habían participado en la comitiva del bautizo de Felipe II dentro de los actos del Festival Renacentista "El esplendor de la Corte en Valladolid".



Aunque también es cierto que cualquiera de esas mujeres renacentistas hubiera pasado esa noche mucho menos frío que la maruja ciclista que, una vez regresada a su siglo XXI, con las exiguas ropas propias del verano que se había presentado en Pucela a primeros de junio, montó rauda en su Orbea para llegar a tiempo al concierto In Fémina: Amor y música en la época de Cervantes. Con tanto coser disfraz y tanto ensayo, no había tenido tiempo de consultar el parte meteorológico, así que se sentó, con su camisita y su canesú, en una de las sillas dispuestas en el Patio de los Reyes del Museo de Arte Contemporáneo.

https://www.youtube.com/watch?v=bJNVa7CiW-4

Allí, mientras el viento gélido del norte iba tomando posesión de la juntura de sus huesos, de la juntura de sus pensamientos se adueñaba el hechizo de la música antigua. Brotaba, mágica, de unas pocas gargantas (creía haber contado apenas doce o trece), tomaba impulso en los tambores de Yonder Rodríguez para elevarse por los pilares y muros del claustro, y se expandía por el aire como llovizna de melancolía en unos momentos, de burla en otros, de alegría de vivir y beber a ratos; de emoción todo el tiempo.

Agua y fuego por las esquinas de la ciudad

Unas gotas de esa lluvia de música se quedaron pegadas en los pedales, en el sillín, en la barra y hasta en los radios de su bici (esa debe de ser la razón por la que no la limpia, ja!). Eran las correspondientes a un dueto de impresionante belleza de las sopranos Verónica Rioja y Saray Prados. Sentadas en el escenario, cantaban sobre el amor mientras sus manos jugaban con el agua en un recipiente antiguo de zinc: "Ojos negros que os miráis / en el cristal de Jarama (...)  apartad de su corriente / ese fuego que me abrasa, / y donde agora se mira / haced que se mire el alma".

Y el alma se fue mirando: en el agua limpia que se había escapado de alguna conducción y que la esperaba aquella mañana en el carril bici al salir del trabajo. Parece -se dijo- como si el agua que tan abundante corre por Valladolid -por el medio, por debajo y a los lados; de ríos y manantiales- no se resignase a ser encauzada ni encerrada por arcas, canales, ni por anillos, y estuviera siempre pugnando por salir a ser libre. Ahora entendía las mil y una roturas de tuberías que cada mes acudían con puntualidad a las páginas de los periódicos a pesar de las millonarias intervenciones en el Anillo 1000.

Rubén Ojeda, Wikimedia Commons
Licencia CC-BY-SA 4.0

Y se miraba el alma: en los incendios que tontamente se producían en la ciudad, ya fuera por las pelusas de los chopos americanos -que se están sustituyendo, así que cuando ella ya estuviese muerta sus nietos podrían andar en bici sin atragantarse en primavera- o por la basura en Villa Julia, ese bonito edificio de la calle Zúñiga que alguien pensó en rescatar como centro comercial cuando ya a la ciudad le salían los centros comerciales por las orejas de unos ciudadanos que no llegaban a fin de mes. Y cruzó los dedos por que en agosto no llegasen a bosques y pueblos los fuegos de verdad.

Árboles y raíces

Y el alma torció un poco el cuello para poder mirarse en el cedro de la plaza de San Andrés, frondoso como su tocayo del Líbano pero escorado como el borracho que se apoya en la farola (justo el pie de una farola parece el rodrigón metálico que le han puesto para que no se caiga contra la torre de la iglesia). Según dicen los expertos, la culpa la tiene ese agua, tan abundante y tan a mano, que hace que muchos árboles urbanos no ahonden sus raíces, sino que se les vaya la fuerza por la copa, lujosa y fantasmona, pero vulnerable al primer viento.

Cedro de la plaza de San Andrés

Grupo Bioforge de la Universidad de Valladolid
(foto tomada de su web)
Asombrada por esa semejanza de los árboles con los humanos, se dijo que el Grupo Bioforge de José Carlos Rodríguez Cabello no tenía ese problema; al contrario, era como la encina, dura y leñosa, con raíces profundas y fruto cada vez más potente. En esta ocasión, se encuentran en el tramo final del proyecto AngiomatTrain (2013-2017), diseñando nuevos materiales capaces de inducir la generación de nuevos vasos sanguíneos que puedan devolver el suministro sanguíneo, y por tanto su función, a los tejidos dañados por la isquemia -por ejemplo, por un infarto de miocardio, un accidente cerebrovascular o una colitis isquémica-.

Escuela Internacional de Cocina
Universidad europea Miguel de Cervantes. Foto: Vallafotos, Wikipedia

Sin embargo, esta misma similitud la llevaba a interrogarse por la naturaleza de otros dos árboles educativos de Valladolid: la Escuela Internacional de Cocina, que en estos últimos días respira aliviada por el acuerdo de la Cámara de Comercio con la Consejería de Economía para refinanciar el pago de la deuda de su construcción -que había llegado a poner en peligro su supervivencia- y que desde el primer momento de su creación exhibió el follaje de sus cursos cortos y jornadas con estrellas internacionales, pero de la que nunca se supo hasta dónde llegaban las raíces de una formación estable sólida -en el replanteamiento de su actividad que este acuerdo significa tiene una nueva oportunidad-. Y la Universidad Europea Miguel de Cervantes, que el sábado 4 de junio celebraba la graduación de unos 250 alumnos (261 según el titular de la nota de prensa de la propia UEMC; 245 si se sumaba el desglose por titulaciones; 263 sumando a los 18 de la universidad de la experiencia de las dos Medinas), que, ataviados con las becas de los colores de sus titulaciones, sí parecían frondosas ramas y flores, algo más exiguas que en años anteriores, lo que hacía preguntarse si en este tiempo de crisis y escaseces estarán sabiendo encontrar el camino de las raíces hacia algún filón de agua profunda.

El agua en el que el alma no quería mirarse -tenía miedo de encontrarse con el viejo monstruo de la avaricia- era el que reflejaba los árboles de Lauki y de Dulciora, que estaban siendo talados delante de nuestras narices... y de nuestra impotencia.


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