martes, 30 de mayo de 2017

Bellezas habitables a la vuelta de la esquina

"Sacadme de la cama" –dijo, con ese aire perentorio que no dejaba lugar a dudas, pero que ya casi nunca utilizaba por falta de fuerzas y de ganas de vivir-. Al principio, creímos -o aparentamos- que no la habíamos entendido. Y se lo preguntamos un par de veces, hasta que estuvo claro que quería levantarse, después de tantos meses postrada en los que sólo la incorporábamos sobre las almohadas para comer –un ratito y ya se cansaba-, limpiarla, peinarla, o para facilitarle una tos que despejase las flemas que no la dejaban respirar.

Con ayuda de la ropa, reunimos su manojillo de huesos lo mejor que pudimos, la sentamos en la silla de ruedas y seguimos, sumisos, sus órdenes de marcha: al mirador, para ver los pendientes de la reina, las flores de los geranios y las hojas de terciopelo de los cóleos –la calle no la importaba mucho-; al comedor, para observar los árboles que quedaban en el patio de los Acitores –el grande lo habían cortado hace ya diez años-; y al cuarto de estar para contemplar la foto de familia enmarcada a un lado de la ventana y, al otro, el reloj de pared salpicando levemente su tictac sobre la silenciada máquina de coser Singer. Parecía una reina pasando revista a sus dominios –o despidiéndose de ellos- mientras ignoraba al príncipe de España, que se estaba casando con la periodista Letizia en la pantalla de televisión de su alcoba. Al día siguiente, 23 de mayo de 2004, murió la emperatriz Emilia, habiendo recibido pleitesía de sus plantas, de los gatos del patio, de sus fotos enmarcadas, de su reloj de pared y de la Singer.


Fotografías: Arturo Alonso y Gregorio Alonso

El corazón del bosque: el Castillo de Burgos

Este recuerdo, evocado de la manera más imprevista porque un político pedía en las Cortes más plazas en centros de día para atender a personas mayores y que así pudieran vivir en sus casas hasta el final de sus días, tiñó la vida cultural de mi primavera del color de la elegía y la situó en el mapa de Burgos.

Sin saber por qué, me encontré leyendo Relatos para Jorge, un libro homenaje a Jorge Villalmanzo, que me había descargado hace ya muchos meses no recuerdo si de la biblioteca digital de Castilla y León o del Ayuntamiento de la ciudad. Disfrutando de esos relatos -algunos excelentes, otros muy buenos, algunos más normales, e incluso algún jeta que cuela un escrito dedicado a otro cambiándole el nombre del homenajeado-, acaricio e intento aprenderme de memoria los nombres de los autores, a los que, sin conocer, envidio por poseer la ciudad que considero mía, pero de la que ya no formo parte más que de visita. Y desde sus páginas responde a mi llamada de identidad "El corazón del bosque", de Fernando Ortega Barriuso.

Castillo de Burgos (Foto: Jesús Serna, Wikipedia)
Sabiendo muy bien por qué, todos estos días mi pedaleo temprano hacia el nordeste y tardío hacia el sudoeste ha estado lleno de una búsqueda afanosa en mi imaginación y en mi memoria. Escudriño todos los rincones del Castillo de Burgos, recorridos durante tantas mañanas y tardes de finales de los años sesenta –era el destino natural de las excursiones legales y de las escapadas ilegales desde nuestro colegio-, e intento adivinar la ubicación de ese corazón del bosque en el que los árboles, la hiedra y una alfombra de tréboles aíslan de la ciudad al paseante, acompañándole solo con el canto de los pájaros. Y, mientras me esfuerzo en esa localización geográfica del pasado, el aroma que los tilos me regalan estos días en varios puntos de mi trayecto urbano me transporta a los tilos de la plaza de San Juan, donde jugábamos los chicos y chicas del barrio; mientras las chicas vendíamos y comprábamos piedrecitas disfrazadas de mercancías a través del mostrador imaginado en las ventanas de la muralla del antiguo hospital de San Juan, algunos chavales, los más osados, trepaban por las ruinas de la muralla y se paseaban por su perfil superior, poniendo en claro peligro sus vidas. Justo lo que ahora se entiende por un parque de aventuras moderno, seguro, homologado y europeo.

Tilos junto al Monasterio de San Juan (Foto: Gregorio Alonso)

Hospital y puerta de San Juan e Iglesia de San Lesmes
Museo Lázaro Galdiano

“La belleza, el misterio y el dolor”… y la Maravillosa Orquesta del Alcohol

La Maravillosa Orquesta del Alcohol
(Foto: Virginia Rota Silvia Grav, Wikipedia)
Sin saber por qué -aunque sospecho que respondiendo a la llamada de tanta evocación burgalesa-, una casualidad urdida por el destino durante más de treinta años hace que esta tarde aparque justo a mi lado, en una calle que no transito demasiado, un coche desconocido, del que emerge -sorpresa mayúscula para los dos- uno de aquellos chavales de la plaza de San Juan, Miguel, que hubiera podido alcanzar a un gorrión en uno de los tilos con un tirabeque desde su ventana en la calle San Lesmes. La conversación emocionada de este encuentro inesperado añade a mi colección de recuerdos de Burgos notas de elegía y ausencia -Marisa ya no está-, que se agudizarían justo al día siguiente con la desaparición de Tino Barriuso; pero también de alegría: Miguel ha venido a Pucela para la inauguración de la exposición del pintor burgalés Luis Sáez, “La belleza, el misterio y el dolor”,  en el vestíbulo de las Cortes de Castilla y León, y ahora se ha acercado a recoger a su hijo a la salida de una reunión relacionada con La MODA (la Maravillosa Orquesta del Alcohol; sí, los que tocaron el año pasado en Fiestas de Valladolid), en la que canta y toca la guitarra.




Obras de Miguel Iribertegui y Domingo Iturgaiz
en la exposición "Bellezas habitables"

Sin saber muy bien por qué, este encuentro, que por un momento ha convertido una calle cualquiera de mi ciudad en una belleza habitable, me impulsa a pedalear, Pisuerga arriba, hasta el puente Colgante. Allí cruzo a las Cortes de Castilla y León, en cuyo vestíbulo me he refugiado muchas tardes para buscar en sus exposiciones la soledad transfigurada que Jorge Villalmanzo y Fernando Ortega descubrieron en el corazón del bosque del Castillo. La última vez había sido con la serenidad y la ternura de las "Bellezas habitables" de Domingo Iturgaiz y Miguel Iribertegui, así que ahora se me hacía más terrible contemplar los cuerpos mutilados y aherrojados con garfios que Luis Sáez iluminaba con luces y colores radiantes, como recreándose en ese matrimonio imposible entre la lozanía y el tormento. Aunque, bien mirado, imposible no hay nada, deben de pensar el hijo de Luis Sáez y la Fundación Secretariado Gitano, que destinarán el dinero de los cuadros que se vendan a que haya más mujeres gitanas estudiando en la universidad. Olé, primo.


Obras de Luis Sáez en la exposición
"La belleza, el misterio y el dolor"

Y es que hay gente que sí que sabe: los porqués, los dóndes y los cómo. Unos saben descubrir en plena ciudad esas bellezas habitables que seguro tengo al alcance de mis pedales sin enterarme. Otros propician pequeños gestos como el de la Fnac y Rio Shopping donando equipos de música al Hospital Río Hortega para musicoterapia en la unidad de oncología infantil; algunos pergeñan proyectos para hacer las ciudades más sostenibles a base de infraestructuras “verdes” o de impulsar el uso de coches eléctricos -aunque a veces les rechacen los proyectos-. Y otros, los mejores, convierten los lugares que habitan en refugios para los demás. Todos sabemos de alguno.